Tu también te parecías a los demás.
Entonces pensabas como ellos y no de un modo sincero y espontáneo. Tus opiniones, como tu ropa, eran ya hechos y tus actos estaban de acuerdo con la aprobación popular. Llegaste a ser el gallito de tu pandilla, porque te aclamaban los demás. Luchaste y te hiciste al amo no por gusto -ya sabes que los despreciabas-, sino porque los otros te daban palmaditas en el hombro. Venciste a tu peor enemigo porque no querías confesar tu derrota, en primer lugar porque eras una bestia y porque estabas persuadido de la verdad de lo que creían los demás con respecto a ti, seguro también de que la medida de la virilidad era la ferocidad de los carnívoros de que hacías gala al dar una paliza y al estropear a tus adversarios. Y aun te atreviste a quitar las novias a tus compañeros no porque te gustasen, sino porque obedecías al instinto del semental salvaje.
Pero han pasado los años y, ahora, dime, ¿que te parece?
18 junio, 2011
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